Según la mitología griega, Prometeo
le reveló a los hombres los secretos divinos, les dio el fuego, los metales,
las artes y la agricultura, tal acto enfureció a los Dioses, que celosos de los
hombres por el crecimiento que obtendrían al conocer dichos secretos,
encadenaron a Prometeo en el Cáucaso. Pero Prometeo confiesa que no sólo les
dio a los hombres lo que dicen los Dioses, les dio algo más que todo lo demás,
les dio esperanza.
Es conocido que la esperanza es lo
último que se pierde, es ese valor que genera ante la adversidad, las fuerzas
necesarias para mantenerse en pie de lucha, aún en las situaciones más
extremas. Desde una postura optimista, la esperanza nos muestra posibilidades
donde el pesimismo las oculta, logrando encontrar soluciones impensada bajo las
piedras. Por otro lado, una esperanza razonable, nos permite comprender que la
vida y sus contingencias están en un constante movimiento, por lo que nada
perdura para siempre, cualquier dificultad esta determinada por un tiempo especifico,
sólo se trata de poseer una esperanza firme que nos mueva al reverso de las
dificultades, encontrando los medios para superarlas.
Sin embargo, del otro lado opuesto
se encuentra la resignación que es contraria a la esperanza, es la aceptación absoluta
que nos inmoviliza, aceptando que nada de lo que hagamos cambiará nuestra
situación, pero debería aplicar sólo ante el hecho que dejemos de respirar,
porque mientras respiremos vida, la esperanza se convierte en ese combustible
de reserva que mantiene viva la ilusión de transcender en lo que amamos,
aspirando alcanzar nuestra felicidad.
En este sentido, los hombres sin
esperanza, carecen de toda felicidad, se pierden en la oscuridad porque su
fuego se apaga, sus metales se deterioran, no hacen arte porque nada pueden
expresar y no cosechan ningún fruto porque están impedido para sembrar. Por lo
que no hubiera sido de gran utilidad, si Prometeo le hubiera dado a los hombres
sólo los secretos del fuego, los metales, las artes y la agricultura, sin haberles
dado esperanza, porque es a través de ella, que el fuego se propaga, los
metales deslumbran, las artes cautivan y la siembra enriquece, porque es el
hombre esperanzado el que tiene las fuerzas suficientes para transformarse y
transformar su mundo.
Aunque la esperanza por sí sola, no
es suficiente, no basta con creer que se puede y podemos, tenemos que
demostrarlo y para ello, hay que cultivar en nosotros la autoestima, la
dedicación y la perseverancia. Cuando nos amamos a nosotros mismos, amamos quienes
somos, y cuando amamos quienes somos, significa que nos conocemos a plenitud,
por lo que resaltamos cada vez que podemos nuestras fortalezas y virtudes que
minimizan nuestras debilidades, ya que poseer una buena autoestima, es
sentirnos cómodos con nuestra compañía, donde valoramos nuestra interioridad
por encima de lo exterior, donde no necesitamos posesiones para sentirnos
felices, colocando como prioridad el ser que el tener. Amarnos a nosotros
mismos, es llenarnos de seguridad e iniciativa para tomar nuestras propias
decisiones, dandole así sentido a nuestras vidas.
A su vez, cuando cultivamos en
nosotros los valores de la dedicación y perseverancia, nos encaminamos a lograr
cada meta que nos proponemos, debido que la dedicación nos hace grandes conocedores
sobre aquello que amamos hacer, y la perseverancia nos brinda de una fuerza
mental que nos impulsa a luchar sin rendirnos ante cualquier obstáculo.
También, se hace necesario cultivar en nuestras vidas, lazos de fraternidad,
hermandad y amor hacia el prójimo, porque en la medida que amemos y honremos a
nuestros padres, parientes y amigos, nunca nos faltará quien extienda su mano
amiga para recordarnos que aun hay esperanza cuando la nuestra se ausente.
Asimismo, cultivar en nosotros el
valor de la esperanza, es entrar en ese grupo de personas que resisten más que
cualquier otra, porque ante todo seremos optimistas, sabremos valorar los
detalles de la vida, no decaeremos ante lo malo, sino que aprenderemos a ver
dentro de lo malo, algo bueno, lo que de seguro nos hará felices a pesar de
nuestras dificultades. Además, nuestra esperanza no sólo debe radicar en
nuestras capacidades de aguante, sino que esta debe consolidarse a través de la
Oración. Depositar nuestra esperanza en Dios, es confiarle nuestras fuerzas
para que estas sean multiplicadas por su gracia y bendición, para que de esta
manera nuestra esperanza sea una fuerza en constante crecimiento que nos sirva
de escudo frente a los avatares de la vida.
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